Acabo de tener un estúpido episodio sincopal, una lipotimia, vamos, una bajada de tensión con mareo, sudoración fría, aumento de las pulsaciones, náuseas,… En medio del pasillo, en el curro. Es un coñazo. Sí, un coñazo con todas las letras. Porque no puedo hacer nada por solucionarlo más que esperar, porque siempre tengo que montar el numerito y porque no hay nada como ver a un grupúsculo de gente reunida para que todo el mundo pregunte qué pasa. Vox pópuli en treinta segundos.
No es algo nuevo, pero hacía tiempo que no me pasaba. Recuerdo la vez que pasé más vergüenza. Estaba en una tienda en mi pueblo y noté que me venía. Traté de salir de allí, siempre pienso que voy a conseguirlo pero nunca lo consigo, así que, a mitad de camino, en medio de uno de los pasillos, tuve que tirarme al suelo porque no podía más. Una vez en el suelo la sangre vuelve a regar el cerebro y todo empieza a mejorar. Pero poco a poco, mientras a tu alrededor se congregan curiosos y preocupados, preguntando sin cesar. Y a una le dan ganas de gritar: ¡déjenme tranquilita un momento, por favor! Pero la voz no sale, una está más ocupada tratando de respirar normalmente.
Aquello se saldó con la regañina de todos los que estaban a mi alrededor: ¡mira que no desayunar con este calor!, con una botella de suero glucosado intravenoso en la ambulancia, otra regañina de las enfermeras y un montón de personas desconocidas preguntándome durante meses cómo me encontraba a cada paso que daba por el pueblo.
En la consulta médica, en medio de una celebración futbolística, en una reunión de amigos en mi casa,… Debería estar acostumbrada, pero a los momentos vergonzosos una nunca se acostumbra.